viernes, 26 de marzo de 2010

Una de muchas... historias (I) [por Bryan]

   Hola, ¿cómo están? Si se preguntan quién soy, es porque no me conocen personalmente. Y si no se lo preguntan, entonces me conocen (o, sencillamente, no les importa). El caso es que soy Bryan Merchán, comúnmente conocido en el mundo como Falco, o Falco-tero. ¿Por qué les escribo ahora? Pues, porque se me pidió que formara parte de esta bicicleta alada. Ni siquiera tengo que decir que me sentí honrado ante semejante invitación, pero como ya lo dije, entonces no importa. Sin embargo, hoy no les hablaré de cómo me uní a este proyecto, solo les dejaré con la primera de muchas historias, o "cosas", como me gusta llamarlas, que se me ocurren cuando no tengo nada que hacer, o simplemente cuando el tener tantas cosas que hacer me impide hacerlas todas juntas. 

    Ring, dijo el teléfono la primera vez. Ring, volvió a decir, esperando ser levantado. Cuando se disponía a hacerlo una tercera vez, una pequeña mano lo levantó y acercó el auricular a su pequeña oreja ensangrentada. El pequeño niño de seis años escuchó que la voz de su padre le habló desde el otro lado y le pidió hablar con su madre. Ella, que estaba en la cocina cortando la carne cruda para la cena de ese día, escuchó a su esposo hablarle y sonrió. Acarició de nuevo la oreja de su hijo, regando un poco más la sangre de la carne recién cortada. Colgó el teléfono y, volviéndose hacia el pequeño, le dio la buena noticia. Su padre regresaría aquella misma noche y traería regalos, tal y como lo había prometido antes de partir. Emocionado, el niño no pudo esperar que el tiempo pasara y, cerrando sus ojos con fuerza, deseó que fuese el momento del regreso. Y al abrir sus pequeños ojos, ya era de noche. Contento porque su deseo se había cumplido, el niño, ya vestido y listo para la cena, corrió hacia el comedor. El pavo que su madre se había esmerado en preparar, olía delicioso y reposaba sobre la mesa, esperando ser comido. 

    Ring, dijo la puerta la primera vez. Ring, volvió a decir, esperando ser abierta. Cuando se disponía a hacerlo una tercera vez, una pequeña mano giró el pomo y la abrió de par en par. Justo frente a él, separados el uno del otro solo por el marco de la puerta, se encontraba su padre. Sonreía, y su traje de soldado con sus respectivas condecoraciones no podía verse mas vivo que en aquel momento. El pequeño niño ahora había crecido. Ya no tenía seis años, y era casi tan alto como su padre. El tiempo había pasado, y su padre no estaba frente a él, al otro lado de la puerta. Su madre nunca sonrió, y el pollo jamás llegó a ser comido. El joven, vestido como un soldado, no entendía lo que pasaba hasta que sintió algo en su oreja y acercó su mano a ella. Al retirarla, había un pequeño rastro de sangre, y entonces comprendió. Boom, dijo el arma la primera vez. 

   Boom, volvió a decir, esperando matar a alguien. Cuando se disponía a hacerlo una tercera vez, una mano golpeó al soldado que yacía dormido en la trinchera, despertándolo de sus sueños de infancia y recordándole que no había tiempo para soñar. 

   Es impresionante como cambia la gente. Hace 730 días (o un par de años, como lo prefieran), jamás habría pensado que podría escribir esta clase de cuentos. Mejor dicho, jamás habría pensado que podría escribir  un cuento. Pero de eso se trata la vida, ¿no? de lo que podemos hacer antes de tocar la tumba.

(Nota: La imagen es un extracto de algo que escribí en mi cuaderno hace mucho tiempo.)

Por el camino de... [por Sofía]

   Todo este asunto comienza con Pedro –el primero en subirse a la bicicleta, su creador- tomándose un chocolate caliente en mi casa y comiendo una galleta rellena de cerezas (presto una atención neurótica a los pequeños detalles porque de ellos trata este texto). Cierra los ojos para concentrarse mejor en el sabor y se le relaja el rostro: desde que llegó ha estado tenso, “tendrá algo que contarme”, pienso.

   Cuando abre de nuevo los ojos, los clava en la mesa. Me dice algo así como “estas vacaciones he estado… escribiendo poesía”. Se hace un silencio incómodo, eterno. No sé qué decir… yo he escrito muy pocos poemas y siempre los desecho. No me atrevo aún con la poesía, no de frente: lo he intentado… le he pasado cerca, la he rozado. Pero decir que se ha escrito poesía “durante las vacaciones” se traduce en que uno ha dedicado ese tiempo a descarnarse poquito a poco, con constancia y valentía. Yo, casi siempre, funciono como los gatos: si algo me duele, me largo de allí. Punto.

   Pedro continúa: “quiero tener como una bitácora… un registro de mi (no recuerdo si usó progreso, proceso…). Quiero crear un blog y estoy buscando colaboradores. Mi idea es esta:…” y me suelta nombres y proyectos. El punto es escribir relajando un poco los miembros, sin la rigidez académica, hablando de esas cosas que pueden despertar en nosotros todo un tren de ideas, de sentimientos y sensaciones, aunque sean cosas pequeñitas, como una taza de chocolate a mediodía con galletas rellenas de cereza. Ese tipo de cosas suceden todo el tiempo, pero yo, al menos, casi nunca me siento a registrarlas. Pura y absoluta pereza mental. Camino narrando, pensando en lo que escribiré: la cosa es que nunca lo escribo. Por eso me agradó tanto la idea de la bicicleta. Con esa idea de compromiso, me dije, me obligaré a mi misma a escribir. Exacto: esto es, en principio, un compromiso conmigo… pero me engañaré pensando que alguien espera mi texto -que es, en realidad, completamente prescindible, inútil-, que él ayudará a dar cuerpo a un proyecto, aunque haya muchos otros, seguramente mejores, con los que se irá ensamblando la bicicleta. Pero me aferraré a esta idea, aún habiendo admitido mi autoengaño. Diré “tengo que escribir para la bicicleta”, aunque pueda volar sin mí… y, entonces, escribiré, por fin, lo que he pospuesto por tanto tiempo: el registro de eso que se ha dado en llamar “pequeños placeres”. Corrijamos: no es el placer lo pequeño, o el sufrimiento; lo pequeño es aquello que los desencadena. El olor de la tierra mojada en mi pueblo, cuando llueve, me puede mantener de buen humor todo el día; esa misma lluvia, en algunas zonas de Caracas, me entristece: hace ver la ciudad más gris, más sucia, cuando el agua se resbala sin poder limpiar la mugre, cuando termina por volverse ella misma mugre. En un libro que estoy leyendo ahora se dice que el agua que corre por las paredes grises hace ver las casas como si lloraran, ha de ser por eso que me dan ganas de llorar, de llorar con ellas.

   Pero no quiero hablarles de lluvias tristes; quisiera, por el contrario, que mi primer pedaleo fuese la historia de alguna de esas pequeñas experiencias felices: justo hoy en el camino a la universidad y en medio del calor, que suele ponerme de mal humor, veo cómo los árboles han tomado tonos naranjas, ocres… las calles están llenas de hojas muertas y, cuando sopla fuerte el viento, caen hojitas diminutas, amarillas… Todo se ve anaranjado –hay una árbol seco frente a un edificio de ladrillos- y escucho una canción en francés en mi iPod. Doble placer: ver las hojas y entender la canción, así, de repente, sin ningún esfuerzo, cuando antes sonaba como a japonés. Comienzo a reírme sola. Al principio me da pena y luego no me importa, uno tiene derecho a reír solo, a saltar solo, a bailar solo, si se siente con ganas. Con mi risa le digo a los demás: rían también… o jódanse. Tengo una cinta amarilla en el cabello y una sensación amarilla en el cuerpo. Eso: rían, rían o jódanse. Un señor me da los buenos días, dice que es barato dar los buenos días y que es sabroso dárselos a las “señoritas lindas”. Me guardo el halago para colgármelo en la orejas cuando algún malandro me grite una obscenidad: yo sólo escucharé “señorita linda” y veré hojas secas en el asfalto, aunque no las haya.

   Creo que más o menos de eso se trata esto, de que hasta la piedrita más pequeña se marque en las ruedas de la bici, al pedalear. Sentir en las ruedas, sentir en la piel. Ruedas, piel, pedaleos… en el orden que quieran. Yo sólo espero poder compartir mis experiencias de viaje, fisgonear en las experiencias de los demás ciclistas.

   Acabo de quitarle las ruedas de apoyo a mi bici y tengo un camino pintado delante. Me aferro fuerte al manubrio y monto el pie derecho en el pedal, con cuidado, porque se tambalea un poco. Respiro. Ahora, si no arranco, me caigo, así que mejor me apuro. Empujo el pedal con todo, comienzo a moverme. Aún no tengo la fuerza para tomar vuelo, pero estoy ansiosa. Seguro podré hacerlo después de una o dos ronchas en las rodillas.

Nos vemos en las nubes.

                                                                                                                            Sofía

Acerca de "Recorte"

    Inauguramos nueva sección. Aquí coleccionaremos frases de conversaciones cuyo sentido y sinsentido se desprende de su contexto y referente. Son, en su origen y en su devenir, potencialidades. Todo y nada. Intentaremos acompañarlas de su autor, conocido o no (no es contradicción, sólo es sabor). La primera:

"teta alada" -dijo Rebeca.


jueves, 25 de marzo de 2010

¡Feliz cumple Sasha!

 Hoy cumple año una amiga imaginante muy querida. Creo que pediste lluvia de cumpleaños, ahí tienes un vidrio de lluvia. Ojalá te sirva. La bici te manda a decir que también te quiere.



Amigo Bryan y yo en el día que llovió


miércoles, 24 de marzo de 2010

Cuatro regalos

   Mi amiga Alepsis me regaló el primer regalo en el día, el libro Sabia vida savia casi grito de la felicidad, pero no lo hice porque estaba en la silenciosa clase del profesor Guillermo Sucre. Sin embargo, Alep no perdió la oportunidad de imaginarme gritando y agitando los brazos en in-off, es decir sin audio. 

   Fue una tarde humeante, pareciera que los gritos no vinieran sólo del Ávila, sino de toda la tierra. Cuando era ni tan niño imaginaba el mundo sufriendo toda la contaminación de los últimos dos siglos… y se veía, se vivía más o menos como hoy. Con Sabia vida savia debajo del brazo (“sobaco ilustrado” como le decían a alguien por ahí en la calle donde me crié), perseguí al profesor Sucre por entre el atestado pasillo de estudiantes, profesores, personajes literarios y autores. Para hacerle una pregunta que se deshilachó por cada interrupción que significó un tropiezo, un saludo, etc. ¿Mi pregunta? No más que una inquietud de aquel que considera erróneamente una contradicción en una obra cuando dos enunciados no son obvios amigos. El profesor puso una mano en mi hombro con suavidad y no me respondió esa pregunta, pero sí otras que aún no me he formulado. Fue algo así como “hoy en la noche me quitan la luz, mi mujer me dijo que metiera mi comida en el microondas, y no lo hice…” 
   Caminé con él un rato más, contemplando con tristeza el muro de humo que nos separaba del cielo. Me despedí de él y su fiel acompañante (digo fiel, porque me dio la impresión de que lo cuidaba), y el profesor Guillermo Sucre se paró para decirme “no es una contradicción, no lo es…” El segundo regalo, definitivamente.

   Caminé de regreso al pasillo con más posibilidades de recordar el ausente azul del cielo. Subí al puestico de venta de los cuadernos de Alepsis y Fátima (pronto hablaremos más de ellos). Siempre he pensado que los encuentros y desencuentros del pasillo son como los (o las) entrelíneas del buen libro que es la carrera. Allí entre Sucre y Cardona, Fátima me obsequió una grulla de papel cuadriculado que puse en mi sombrero. 

   Con grulla en sombrero salí de la universidad, y en los alrededores de la estación del metro un artesano me llamó. Me dijo algo como “¿si te digo algo me crees?” y yo receloso, pensando seguro me va a pedir plata, me acerqué, le estreché la mano extendida, y continuó: “tú eres el rostro de más buena gente del día, y yo les hago un regalo, pana” Me dijo que me estaba esperando, que pensaba que no llegaría, mientras buscaba alambre y alicate, me contó que él es un viajero que busca a los rostros de la gente más buena y que debe moverse rápido porque no debe llegar tarde a los encuentros… 
   Le pregunté de dónde era y respondió “mi mamá dice que parezco de otro planeta… y yo creo que lo soy y todo”, pero luego dijo “que no debíamos desvirtuarnos del tema” No desviarnos, querido imaginante, desvirtuarnos, es verdad, no debemos hacerlo. Al minuto, me entregó un dije con un petroglifo que según lo que me contó “habla de lo incomprensible del universo, de muchas otras cosas y del respeto a Pachamama, la madre tierra”. 

    ¿Por qué anotas lo que digo?” Me dijo… luego: ¿tienes algo que darme, pana, un sencillo, algo, cinco bolívares, sólo si no los necesitas? Le dije: ¿sabes que muchos de los rostros que esperas pueden creer que tú les cuentas toda esa historia para venderles un regalo…? Respondió: “Sí, puede haber gente que piense eso…” 

   Le abrí mi billetera para mostrarle que sólo tenía dos bolívares. Se los regalé. Como él, el dije. A veces un imaginante tiene que hacer lo que tiene que hacer. Es imposible saber si fui el rostro más buena gente o la cara más pendeja. En dado caso un imaginante prefiere creer la historia en la que un desconocido entrega el cuarto regalo del día. 

Gracias a los cuatro de todo corazón. 



Nota:  los otros dos regalos fotografiables no los monto aquí porque esta noche mi cámara está necia con la luz. La única imagen es la portada del primer regalo.

lunes, 22 de marzo de 2010

Primeras semanas de clases (Parte V)

Uy. Entre bodas, viajes, y otros desbarajustes se me olvidó montar esto hace unos días: 

   Ayer llovió. Hace ya unas semanas, la primera clase de Teoría literaria IV con la profesora Elena Cardona comenzó con esta frase en la pizarra acrílica “teoría es un término desafortunado”. 

   Prosiguió con un discurso de legitimación del oficio, o quizás a juzgar por la determinación de su voz, por el brillo de su mirada, de la legitimación de una pasión. 
   
…El cielo abrió sus poros para respirar a cantaros. El pasillo de Filosofía y Letras se paralizó. Mucha gente aplaudió, otros se hicieron los duros, pero yo también lloré de alivio ¿cuántas tensiones no soltamos? Corrí, me abrí paso entre la gente conmocionada y llegué a la Tierra de nadie para bañarme. Ya había varios amigos celebrando lo mismo con la misma euforia. Libertad para los cielos, libertad para el azul.
    Jaime Lopez- Sanz, profesor de Poesía y poetas (otra materia de mi nuevo semestre) repetía una y otra vez “Zeus se apiadó de nosotros” o “Zeus soltó las aguas, al fin”. Y la clase de Teoría también paró, la profesora Cardona apoyaba sus manos en la parte alta de sus caderas mientras contemplaba junto a sus alumnos la especie de milagro. 

   La teoría no niega la lluvia. Aunque no se bañó con nosotros en Tierra de nadie, también la vivió. Es cómodo, sencillo pensar en el teórico y el crítico (no es lo mismo, de hecho, creo haber escuchado en esa clase “toda teoría literaria produce crítica”) privándose de las pasiones. 
   No es así necesariamente. Podemos imaginar, si queremos, a un Roland Barthes leyendo su primera novela, cuento, poema que lo llevó a dedicar su vida a la creación de la razón, a la búsqueda de herramientas para entender aquel lenguaje tan inusual y diferente del resto, que es el literario. La teoría nos ayuda a entender la obra, la crítica a acercarnos a ella. Son discursos de la objetividad, porque son por y para el objeto que es la obra… Sin embargo, es tarea del imaginante, y del ciclista por tanto, no comer de la distancia entre el autor y la obra, y abrir un hoyo para ver un poco más de la pasión del teórico así como debemos hallar el plumaje de las piedras o lo metamórfico de un ave. 

  Hablando de eso, para ilustrar, les dejo aquí el monólogo del crítico culinario de la película “Ratatouille”, Anto Ego (si no la ha visto, con la mejor de las intenciones, le recomiendo que deje de leer): 


   En muchos sentidos, la labor de un crítico es sencilla. Arriesgamos muy poco y sin embargo disfrutamos de una posición privilegiada sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su persona a nuestro juicio. Prosperamos gracias a la crítica negativa, la cual es fácil de escribir y leer. Sin embargo, la amarga verdad que debemos enfrentar nosotros, los críticos, es que en el gran orden de las cosas la pieza promedio de basura es más significativa que la crítica que la califica de esa forma. 
    Pero hay ocasiones en que un crítico realmente arriesga algo, y esto ocurre en el descubrimiento y defensa de lo nuevo. El mundo es a menudo cruel con los talentos nuevos, las nuevas creaciones; lo nuevo necesita amigos” 

  Anoche, yo experimenté algo nuevo, una cena extraordinaria proveniente de una fuente particularmente inesperada. Decir que tanto la comida como su creador han desafiado mis prejuicios acerca de la buena mesa es una grosera moderación. Lo cierto es que me han sacudido en lo más profundo de mi ser. 
   En el pasado, no he ocultado mi desdén hacía el famoso lema del Chef Gusteau´s: “Cualquiera puede cocinar”. Pero me he dado cuenta que sólo ahora he entendido realmente que es lo que quería decir. No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista puede venir de cualquier parte. 

   Resulta difícil imaginar orígenes más humildes que los del genio que cocina ahora en Gusteau´s, quien es, en la opinión de este crítico, nada menos que el mejor chef en Francia. 

Volveré pronto a Gusteau´s, hambriento por más. 

Anton Ego. 


   Teoría y crítica son términos desafortunados, pocas veces recordamos las grandes pasiones que las impulsan, su sentido en la vida del arte, y cómo la lluvia, el ratatouille que recuerda la infancia, cuando le llegan al crítico lo abrazan con tal intensidad que cualquier imaginante de otro orden envidiaría.

Nota: la primera imagen es de la película "Cantando bajo la lluvia" (así debíamos vernos bailando en Tierra de nadie), la segunda y la tercera son capturas de "Ratatouille".